domingo, 17 de mayo de 2009

Chesterton y el patriotismo

Creo que, al final, el viejo Chesterton tiene razón...

He aquí un fragmento de Ortodoxia:

"Supongamos que se nos enfrente con algo desesperante, digamos el Pimlico (barrio pobre y atrasado de Londres). Si pensamos qué es realmente mejor para el Pimlico, hallaremos que el curso del pensamiento nos conduce hasta el trono de lo místico y de lo arbitrario. No es bastante que un hombre desapruebe al Pimlico: porque en ese caso, simplemente se cortará el pescuezo o se mudará a Chelsea.

Ni tampoco es bastante que un hombre apruebe el Pimlico; porque en ese caso el Pimlico perdurará y tal cosa sería terrible. La única solución parecería ser, que alguien amara al Pimlico; lo amara con un afecto trascendental y sin ninguna razón terrena. Si apareciera un hombre que amara al Pimlico, el Pimlico se elevaría en torres de marfil y en pináculos dorados. El Pimlico se engalanaría como una mujer cuando es amada. Porque la decoración no es para esconder algo horrible sino para adornar una cosa ya adorable. Una madre no le da al hijo un moño azul, porque sin él sería feo. Un enamorado no regala un collar a la muchacha, para que esconda su cuello. Si los hombres amaran al Pimlico, como las madres aman a los hijos, arbitrariamente, porque son suyos, en un año o dos el Pimlico sería más bello que Florencia. Algunos lectores dirán que esto es mera fantasía. Y respondo que esta es la actual historia de la humanidad. De hecho, es así como las ciudades se hicieron grandes. Retrocedamos hasta las más oscuras raíces de la civilización y las veremos anudadas en torno a una piedra, o rodeando algún sagrado bien. Los pueblos, primero rindieron honores a un lugar y luego le adquirieron su gloria. Los hombres no amaron a Roma porque fuera grande. Fue grande porque la amaron. Las teorías del contrato social del siglo XVIII, en nuestros tiempos se expusieron a muchas críticas burdas. Y no obstante, eran demostrablemente correctas en tanto que signifiquen que toda forma histórica de gobierno, fue sostenida por una idea de satisfacción y de cooperación. Pero tales teorías, son verdaderamente inexactas, en cuanto sugieren que los hombres fueron conducidos al orden o a la ética, simplemente por un consciente intercambio de intereses. La moralidad no la comenzó un hombre diciendo a otro hombre: "No te golpearé si tú no me golpeas"; no hay vestigios de tal transacción. Hay vestigios de que los dos hombres dijeron. "En el lugar sagrado, no debemos golpearnos uno a otro." Adquirieron su moralidad observando su religión.
No cultivaron la valentía. Lucharon por la reliquia y descubrieron que se habían hecho valientes. No cultivaron la higiene. Se purificaron para el altar y descubrieron que eran limpios. La historia de los Judíos es el único documento primitivo que conoce la mayoría de los ingleses. Por ella, los hechos pueden ser suficientemente juzgados. Los diez mandamientos, que han sido considera" dos sustancialmente comunes a todo el género humano, fueron simplemente mandatos militares; un código de órdenes al regimiento, emitido para proteger a cierta arca a través de cierto desierto. La anarquía fue maligna, porque puso en peligro lo santo. Y recién cuando hicieron un día santo (holy day) para Dios, encontraron que habían hecho un día de descanso (holiday) para los hombres. Si se consiente que esta primera devoción a un lugar o a una cosa, es una fuente de energía creadora, podemos seguir a un hecho peculiar. Reiteremos un instante que el único optimismo justo es una especie do patriotismo universal. ¿Qué sucede con el pesimista? Pienso que puede decirse que es el antipatriota cósmico. ¿Y qué sucede con el antipatriota? Pienso que puede decirse, sin indebida amargura, que es el amigo cándido. ¿Y qué hay del amigo cándido? Aquí nos topamos con la roca de la vida real y de la inmutable naturaleza humana. Me atrevo a decir que lo malo del amigo cándido es simplemente que no es cándido. Está escondiendo algo, su propio placer sombrío de decir cosas desagradables. Tiene un secreto deseo de herir, y ciertamente no para ayudar. Por lo que supongo, esto es lo que hace a cierta especie de antipatriota tan irritante para el ciudadano de buena salud. No hablo (por supuesto) del antipatriotismo que solamente irrita a los cambistas febriles y a las actrices sugerentes; llanamente dicho, eso es patriotismo. No vale la pena contestar inteligentemente a un hombre que diga que ningún patriota debe criticar la guerra Boer mientras no termine; está diciendo que un buen hijo no debe advertir a su madre que caerá del peñasco, sino después que haya caído. Pero hay un antipatriota que irrita honestamente a los hombres honestos; y su explicación, según creo, es la que he sugerido: es el cándido amigo sin candidez; el hombre que dice: "Siento decir que estamos perdidos", y no siente nada. Y sin figura retórica, puede decirse que es un traidor; porque ese triste conocimiento que se le facilitó para estimular al ejército, lo emplea para desanimar a las gentes de unirse a él.
Porque le es permitido ser pesimista como consejero militar; y está siendo pesimista como sargento de reclutas. En la misma forma el pesimista (que es el antipatriota cósmico) usa la libertad que la vida proporciona a sus consejeros, para alejar a las gentes de su bandera. De acuerdo en que sólo manifiesta hechos, aún es interesante saber cuáles son sus emociones, cuál es su motivo. Puede que en Tottenham haya mil doscientos hombres atacados de viruela; pero nosotros deseamos saber si esto lo dice un gran filósofo que quiere maldecir los dioses, o solamente un vulgar pastor que quiere procurar socorro a los enfermos. El mal del pesimista no es que quiera castigar a los dioses y a los hombres, sino que no ama lo que castiga, no tiene esa primordial y sobrenatural lealtad a las cosas, ¿Cuál es el mal del hombre comúnmente llamado optimista? Evidentemente se siente que el optimista, deseando defender el honor del mundo, defenderá hasta lo indefendible. Es el campeón del Universo; dirá: "mi cosmos, bueno o malo". Se inclinará menos a modificar las cosas; se inclina más a dar una especie de respuesta-parapeto a todas las preguntas que le ataquen, calmando a cada uno con promesas. No lavará al mundo pero querrá blanquearlo. Todo esto (que es cierto en un tipo de optimista) nos conduce al punto de psicología verdaderamente interesante y sin el cual es imposible explicar lo que antecede. Decimos que debe existir una lealtad elemental hacia la vida: la única pregunta es: ¿debe ser una lealtad natural o sobrenatural? Y si les gusta más, así: ¿debe ser una lealtad racional o irracional? Ahora, lo extraordinario es que el falso optimismo (que blanquea la débil defensa de las cosas) va de acuerdo con el optimismo razonable. El optimismo racional conduce al estacionamiento: es el optimismo irracional el que conduce a la reforma. Déjenme explicar usando una vez más el paralelo del patriotismo. El hombre más indicado para arruinar el lugar que ama, es precisamente el hombre que lo ama por una razón. El hombre que beneficia al lugar, es el hombre que lo ama sin razón alguna. Si un hombre ama algún aspecto del Pimlico (lo que parece difícil) se encontrará defendiendo ese aspecto contra el mismo Pimlico. Pero sí simplemente ama al Pimlico en Si, puede que lo convierta en una Nueva Jerusalén. No niego que la reforma puede ser extremosa; sólo digo que el patriota místico es el que transforma. La simple, autosugestión enardecida es más común entre aquellos que tienen alguna razón pedante para su patriotismo. Los peores frenéticos no aman a Inglaterra sino a una idea de Inglaterra.
Si amamos a Inglaterra por ser un imperio, podemos exagerar el éxito con que regimos a los hindúes. Pero si la amamos solamente por ser una nación, podemos hacer frente a todos los acontecimientos: porque sería una nación aunque los hindúes nos rigieran a nosotros. Y lo mismo aquellos cuyo patriotismo les permite sólo falsear la historia, porque de la historia depende su patriotismo. A un hombre que ama a Inglaterra porque es inglés, no le interesa cómo surgió Inglaterra. Pero uno que la ama porque es anglosajón, podría ir a desmentir los hechos con sólo su fantasía. Podría concluir (como Carlyle y Freeman) sosteniendo que la conquista normanda fue una conquista sajona. Podría concluir en completa irrazón, porque tiene una razón. Un hombre que ama a Francia porque es militar, excusaría al ejército de 1870. Pero un hombre que ama a Francia porque es francés idealizaría al ejército de 1870. Esto es exactamente lo que hicieron los franceses y Francia es un buen ejemplo de la paradoja que explico. En ningún lugar el patriotismo es más puramente abstracto y arbitrario; y en ningún lugar la reforma es más activa y progresiva. Cuanto más trascendental es el patriotismo, más prácticos son los políticos.

viernes, 6 de marzo de 2009

viernes, 20 de febrero de 2009

Adivinanza.

Adivina, adivinanza: Ciudad insigne, mezcla de lo peor de dos razas, donde el miedo, el llanto y el rechinar de dientes son la miseria nuestra de cada día, donde las personas no son tales porque han preferido abrazar la nada, donde, en suma, se ha elegido encarnar el símbolo de su escudo nacional en el trato cotidiano...

martes, 17 de febrero de 2009

"Pues señor, había una vez..."




Pues señor, había una vez una ciudad en la que no reinaban ni los zares, ni los reyes, ni los césares, ni los señores feudales, ni su puta madre; no: reinaban los microbuseros. Rara ciudad sería ésta, ya que los susodichos gobernantes no eran humanos, antes bien, bestias pardas muy feas y de olor difícil.


Lo más curioso es que los habitantes de esta insigne ciudad se conformaban con los líderes que les había tocado: las ruecas habían girado, el fato estaba fijado por las hadas: ya nada se podía hacer. Dicen que cada pueblo tiene el gobierno que se merece; no dudaría ni medio segundo que el prócer que esto comprendió tuvo por ventura conocer "nuestro" dichoso pueblo mexicano.


Pero no ha mucho un valiente tuvo por verdad enfrentarse con estos monstruos y derrotarlos. Lo diremos desde ahora: fracasó. Nuestro heroe comprendió, así de golpe, lo quijotesco de su empresa: la nada mexicana era ( y es) invencible.


Contemos, con brevedad, su historia.


Lo primero por decir es que dos terceras partes de nuestro hombre eran ánimo puro y la que restaba, virtud probada. Un día aciago, en el que este mítico ser se dirigía en su carro a una función de teatro con su amada, se econtró con uno de los microbuseros. Él sabía la fama que pesa sobre los hombros de estos hijos de Hades, pero confiaba en que si no tenía trato con ellos, no habría problema. Equivocado andaba nuestro hombre. Sin deberlas ni temerlas, vio -impotente- cómo el sucio ser, con su máquina infernal, asestaba tremendo golpe a su carro. Eliseo -así llamaremos a este hijo de hombre- trató de contener la ira y acudir a la sabia virtud de la paciencia.


Bajó de su carro y se dirigió a conversar con el inmundo engendro, el cual, sin pudor alguno, le dijo con fría resolución: "Es tu culpa." Eliseo, que era virtuoso, mas no pendejo, le contestó: "Mire, amable caballero, usted dio vuelta en segunda fila y, sin la menor precaución, arrancó la defensa de mi carro". Pero la inicua criatura sólo tuvo bien a decir: "Es lo que siempre hacemos y todos lo saben, así que es tu culpa..."


Nuestro heroe, después de cavilar un momento, dio en hablar a su seguro, pues no quería entrar en infructífero diálogo con ese hijo de los avernos, quien afirmaba, en un idioma que bien a bien no podríamos calificar de español, que él también tenía seguro.


Por un momento, Eliseo creyó en la humanidad: le parecía cosa honorable, casi humana, que aquella pestilente bestia hubiese tenido la prevención de haber contratado un seguro para amparar su necedad. Sin embargo, el asegurador de nuestro hombre al poco tiempo llegó y le robó su adánica inocencia, su instante de creencia, diciéndole: "Mira, Eliseo: esos seguros contratados por los microbuseros jamás pagan. Son sociedades mutualistas que existen sólo para ganar dinero y jamás perderlo..."


Eliseo se entristeció. Sintió un furor cósmico. Lloró. Sabía que no podía hacer nada. Sabía que el asegurador del satánico microbusero se valería de todos las marañas legales, de todas la burocracias, de todas la incompentencias de los tribunales civiles y judiciales, de todas la corruptelas habidas y por haber para sobornar a los peritos... en definitiva: de lo que es México en su esencia, para hacerlo desesperar y no pagarle nada. Y así fue. Eliseo terminó pagando el deducible del seguro del microbusero (porque sí, estos seguros cobran deducible hasta para daños a terceros), con vistas a obtener una orden de reparación para su carro y sus caballos. Para ganar inteligencia, digámoslo con otras palabras: Eliseo suplicó al asegurador del satánico que, al menos, le dejara pagar el deducible del mísero aparato que conducia el microbusero para que cubriera la reparación de su carro. El luciferino asegurador, con ademanes de misericordia, le espetó: "Está bien, pero el taller está en casa de Dios", es decir, Ixtacalco. No es lugar aquí para hablar de las condiciones del dichoso taller y de las tres semanas que tardaron en mal entregarle su coche a nuestro pobre hombre, amén de las piezas que habían extraido de su cofre e intercambiado por unas viejas.


Después de todo esto, Eliseo comprendió cabalmente que, a partir de ese momento, tenía que dirigir todos sus esfuerzos para salir de este reino del Padre de la Mentira, llamado "En el ombligo de la luna". Ahorró, estudió y, cada vez que su ánimo languidecía y se conformaba con estar en ese horrendo lugar, iba al metro o ferrocarrril urbano y encontraba nueva y fortísima motivación para abandonar tan nefanda "cultura", porque en aquellos pasillos subterráneos encontraba el alma de la ciudad más grande del mundo: mal olor, sobre población, fealdad, animalidad, basura, inseguridad, mal gusto (mucho) y, en general, mal (ontológicamente hablando; es decir, aquí el mal no era ausencia de ser, sino ser con llagas supurantes y envuelto en andrajos pestilentes).


Se rumora que, hoy por hoy, Eliseo reside, ¡vive Dios!, en un lugar donde los hombres viven como hombres y se tratan entre sí como hombres.