viernes, 20 de febrero de 2009

Adivinanza.

Adivina, adivinanza: Ciudad insigne, mezcla de lo peor de dos razas, donde el miedo, el llanto y el rechinar de dientes son la miseria nuestra de cada día, donde las personas no son tales porque han preferido abrazar la nada, donde, en suma, se ha elegido encarnar el símbolo de su escudo nacional en el trato cotidiano...

martes, 17 de febrero de 2009

"Pues señor, había una vez..."




Pues señor, había una vez una ciudad en la que no reinaban ni los zares, ni los reyes, ni los césares, ni los señores feudales, ni su puta madre; no: reinaban los microbuseros. Rara ciudad sería ésta, ya que los susodichos gobernantes no eran humanos, antes bien, bestias pardas muy feas y de olor difícil.


Lo más curioso es que los habitantes de esta insigne ciudad se conformaban con los líderes que les había tocado: las ruecas habían girado, el fato estaba fijado por las hadas: ya nada se podía hacer. Dicen que cada pueblo tiene el gobierno que se merece; no dudaría ni medio segundo que el prócer que esto comprendió tuvo por ventura conocer "nuestro" dichoso pueblo mexicano.


Pero no ha mucho un valiente tuvo por verdad enfrentarse con estos monstruos y derrotarlos. Lo diremos desde ahora: fracasó. Nuestro heroe comprendió, así de golpe, lo quijotesco de su empresa: la nada mexicana era ( y es) invencible.


Contemos, con brevedad, su historia.


Lo primero por decir es que dos terceras partes de nuestro hombre eran ánimo puro y la que restaba, virtud probada. Un día aciago, en el que este mítico ser se dirigía en su carro a una función de teatro con su amada, se econtró con uno de los microbuseros. Él sabía la fama que pesa sobre los hombros de estos hijos de Hades, pero confiaba en que si no tenía trato con ellos, no habría problema. Equivocado andaba nuestro hombre. Sin deberlas ni temerlas, vio -impotente- cómo el sucio ser, con su máquina infernal, asestaba tremendo golpe a su carro. Eliseo -así llamaremos a este hijo de hombre- trató de contener la ira y acudir a la sabia virtud de la paciencia.


Bajó de su carro y se dirigió a conversar con el inmundo engendro, el cual, sin pudor alguno, le dijo con fría resolución: "Es tu culpa." Eliseo, que era virtuoso, mas no pendejo, le contestó: "Mire, amable caballero, usted dio vuelta en segunda fila y, sin la menor precaución, arrancó la defensa de mi carro". Pero la inicua criatura sólo tuvo bien a decir: "Es lo que siempre hacemos y todos lo saben, así que es tu culpa..."


Nuestro heroe, después de cavilar un momento, dio en hablar a su seguro, pues no quería entrar en infructífero diálogo con ese hijo de los avernos, quien afirmaba, en un idioma que bien a bien no podríamos calificar de español, que él también tenía seguro.


Por un momento, Eliseo creyó en la humanidad: le parecía cosa honorable, casi humana, que aquella pestilente bestia hubiese tenido la prevención de haber contratado un seguro para amparar su necedad. Sin embargo, el asegurador de nuestro hombre al poco tiempo llegó y le robó su adánica inocencia, su instante de creencia, diciéndole: "Mira, Eliseo: esos seguros contratados por los microbuseros jamás pagan. Son sociedades mutualistas que existen sólo para ganar dinero y jamás perderlo..."


Eliseo se entristeció. Sintió un furor cósmico. Lloró. Sabía que no podía hacer nada. Sabía que el asegurador del satánico microbusero se valería de todos las marañas legales, de todas la burocracias, de todas la incompentencias de los tribunales civiles y judiciales, de todas la corruptelas habidas y por haber para sobornar a los peritos... en definitiva: de lo que es México en su esencia, para hacerlo desesperar y no pagarle nada. Y así fue. Eliseo terminó pagando el deducible del seguro del microbusero (porque sí, estos seguros cobran deducible hasta para daños a terceros), con vistas a obtener una orden de reparación para su carro y sus caballos. Para ganar inteligencia, digámoslo con otras palabras: Eliseo suplicó al asegurador del satánico que, al menos, le dejara pagar el deducible del mísero aparato que conducia el microbusero para que cubriera la reparación de su carro. El luciferino asegurador, con ademanes de misericordia, le espetó: "Está bien, pero el taller está en casa de Dios", es decir, Ixtacalco. No es lugar aquí para hablar de las condiciones del dichoso taller y de las tres semanas que tardaron en mal entregarle su coche a nuestro pobre hombre, amén de las piezas que habían extraido de su cofre e intercambiado por unas viejas.


Después de todo esto, Eliseo comprendió cabalmente que, a partir de ese momento, tenía que dirigir todos sus esfuerzos para salir de este reino del Padre de la Mentira, llamado "En el ombligo de la luna". Ahorró, estudió y, cada vez que su ánimo languidecía y se conformaba con estar en ese horrendo lugar, iba al metro o ferrocarrril urbano y encontraba nueva y fortísima motivación para abandonar tan nefanda "cultura", porque en aquellos pasillos subterráneos encontraba el alma de la ciudad más grande del mundo: mal olor, sobre población, fealdad, animalidad, basura, inseguridad, mal gusto (mucho) y, en general, mal (ontológicamente hablando; es decir, aquí el mal no era ausencia de ser, sino ser con llagas supurantes y envuelto en andrajos pestilentes).


Se rumora que, hoy por hoy, Eliseo reside, ¡vive Dios!, en un lugar donde los hombres viven como hombres y se tratan entre sí como hombres.